El tiempo, se dice, no se concibe sin la repetición que postulamos regular de un fenómeno, que se supondrá que no dura. Sin embargo, la duración, que es como el continuo del lápiz que no se levanta del papel, también nos aturde.
Por otro lado, el mismo fenómeno rítmico y regular que no dura puede sustituirse por otro de más rápida frecuencia y su naturaleza se difumina como si calibrásemos el paisaje tras hibridar un metrónomo con un microscopio.
Así las cosas, lo discreto se nos dibuja sobre un continuo en el que no podemos fijar la vista ni el oído, salvo cuando soñamos con ascensores.
Porque el ascensor es un invento que combina las intuiciones de lo continuo y de lo discreto en un mundo cerrado no exento de rigores, un baúl que sirve para ilustrar teorías físicas y leyendas urbanas verticales y veraniegas. Un interior con figuras a las que se añaden las misteriosas del espejo, tan habitual y tan conseguido.
Por otro lado, el mismo fenómeno rítmico y regular que no dura puede sustituirse por otro de más rápida frecuencia y su naturaleza se difumina como si calibrásemos el paisaje tras hibridar un metrónomo con un microscopio.
Así las cosas, lo discreto se nos dibuja sobre un continuo en el que no podemos fijar la vista ni el oído, salvo cuando soñamos con ascensores.
Porque el ascensor es un invento que combina las intuiciones de lo continuo y de lo discreto en un mundo cerrado no exento de rigores, un baúl que sirve para ilustrar teorías físicas y leyendas urbanas verticales y veraniegas. Un interior con figuras a las que se añaden las misteriosas del espejo, tan habitual y tan conseguido.
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