Al vivir en la misma calle, como a doscientos metros su casa de la mía, era frecuente que nuestros encuentros se iniciaran con sus cien metros y mis cien metros de camino hasta que definíamos el lugar exacto de la conversación, bien es cierto que habitualmente pasajera.
Y el preludio andarín era otra conversación que siempre mereció al diligente escribano que no olvidase ni un gesto, ni una figura de dicción a la altura del colegio, ni la sonrisa a falta de veinticinco metros.
Después de una conversación y de la otra, reemprendíamos nuestro camino, yo más atento a la memoria que a los otros encuentros del día. Una tercera conversación que, sin duda, prefiguraba la definitiva, la que no necesitará que nadie hable de nosotros mientras la mantenemos.
Y el preludio andarín era otra conversación que siempre mereció al diligente escribano que no olvidase ni un gesto, ni una figura de dicción a la altura del colegio, ni la sonrisa a falta de veinticinco metros.
Después de una conversación y de la otra, reemprendíamos nuestro camino, yo más atento a la memoria que a los otros encuentros del día. Una tercera conversación que, sin duda, prefiguraba la definitiva, la que no necesitará que nadie hable de nosotros mientras la mantenemos.
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