De la ciudad de 1976, puesto que ayer nos referíamos a ella, de las distancias que existen entre ella y la de este 2007 observaremos que se trazan en un espacio definido por fantasmas, presencias vagas o inquietantes, según el caso, o por fantasmas que lo habrán de ser según el sentencioso tiempo.
La ciudad del verano de 1976 se refrescaba en otros lugares que ésta del 2007, en baños y en bebidas; en historias y sucedidos extraños, en los lugares que marcaban en el monte huidas detenidas entre algunos zumbidos de insectos, de ésos que algunos cuentistas utilizan para detener la acción, para pautar una ceremonia tan formal como lo pueda ser un fusilamiento.
Aquel verano, por cierto, pudo hablarse de las mismas batallas, pero quizá fue testigo de algún nuevo narrador. No fue ya el verano –bien es cierto que no en la ciudad, que lo fue en el pueblo, en el chamizo que llamábamos bar– donde se hablaba, por ejemplo, del transporte de tropas más rápido de la guerra, algo evidentemente relacionado con las metáforas del taponamiento o de la sutura, metáforas globales y ciertamente distributivas, cuerpo a cuerpo:
-Aquél fue el transporte de tropas más rápido de la guerra.
No fue ese verano porque a las alturas de 1976, aquel teniente se había aburrido ya de su historia carente de detalles, de una historia en que descender a la ejecutoria o a los simples estadillos de su sección habría tal vez dado a conocer una notable incompetencia o una falta de diligencia dolosa.
Quizá a algún narrador le dio por hablar de inseguros avances o contraataques por donde no había frente. O quizá ese verano todavía no habló de ese otro agosto donde su juventud dio un vuelco extraño.
Era la ciudad de 1976. Recordamos los relatos, la cerveza con gaseosa, las reuniones al fresco de la noche. Los jóvenes escuchábamos a los viejos, habitábamos entre las ruinas de una melancolía inconsecuente, entre los fuegos de una juventud que, fingidos, habían regresado a las médulas de nuestros mayores, acostumbradas –se diría– a los paréntesis prolongados.
La ciudad del verano de 1976 se refrescaba en otros lugares que ésta del 2007, en baños y en bebidas; en historias y sucedidos extraños, en los lugares que marcaban en el monte huidas detenidas entre algunos zumbidos de insectos, de ésos que algunos cuentistas utilizan para detener la acción, para pautar una ceremonia tan formal como lo pueda ser un fusilamiento.
Aquel verano, por cierto, pudo hablarse de las mismas batallas, pero quizá fue testigo de algún nuevo narrador. No fue ya el verano –bien es cierto que no en la ciudad, que lo fue en el pueblo, en el chamizo que llamábamos bar– donde se hablaba, por ejemplo, del transporte de tropas más rápido de la guerra, algo evidentemente relacionado con las metáforas del taponamiento o de la sutura, metáforas globales y ciertamente distributivas, cuerpo a cuerpo:
-Aquél fue el transporte de tropas más rápido de la guerra.
No fue ese verano porque a las alturas de 1976, aquel teniente se había aburrido ya de su historia carente de detalles, de una historia en que descender a la ejecutoria o a los simples estadillos de su sección habría tal vez dado a conocer una notable incompetencia o una falta de diligencia dolosa.
Quizá a algún narrador le dio por hablar de inseguros avances o contraataques por donde no había frente. O quizá ese verano todavía no habló de ese otro agosto donde su juventud dio un vuelco extraño.
Era la ciudad de 1976. Recordamos los relatos, la cerveza con gaseosa, las reuniones al fresco de la noche. Los jóvenes escuchábamos a los viejos, habitábamos entre las ruinas de una melancolía inconsecuente, entre los fuegos de una juventud que, fingidos, habían regresado a las médulas de nuestros mayores, acostumbradas –se diría– a los paréntesis prolongados.
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