Aquel verano, su precaria situación le miró con su rostro más desnudo, aunque no del todo terrible. Estaba sin blanca, pero no tenía otra obligación que la de comer y dejar pasar un verano en la ciudad que olía a asfalto y a cubos de basura depositados a deshoras.
Era el memorable año de 1976 y él tenía treinta y siete. Durante buena parte de ellos, cada una de sus jornadas había concluido con un consuelo probablemente flaco: "Ya ha pasado lo peor," se decía al quitarse los calcetines o al dejárselos puestos si era el caso.
Él era consciente de que aquella fórmula la había oído en algún sitio y de que, por más que la hubiera hecho suya, se la debía a alguien y que ese alguien o su representante le acabaría pasando factura.
Pero aquel mes de julio de 1976, tan alcohólico como todos los otros, de vino barato sobre el cinc, de arenques secos y de guindillas, de vinagre y zotal, se veía obligado -por la razón antes dicha- a peculiares maniobras evasivas, a "disimulos a conciencia", que era otra expresión que también reconocía deber a algún desconocido, quizá más lírico y menos épico. Gorrón profesional, aprendió a diversificar a sus clientes y socios, a no repetirse demasiado y a no desaparecer tampoco demasiado. Mezclaba deudas con dispendios ostentosos que le reclasificasen públicamente como fiabilísimo pagador. Se hizo maestro en forzar amigos comunes con el desconocido de al lado de la barra. Fue agotando la ciudad y se fue agotando el buen tiempo.
Parece ser que al final un pariente facilitó un muy deseado alivio a una situación monetaria ya absolutamente agujereada, pero que tal cosa significase un final feliz para la historia de nuestro hombre está por ver. Sobre todo porque -y esta vez las comillas designan unas palabras que son propiedad únicamente suya: "Nunca me supo tan bien el vino, nunca disfruté tanto de las anchoas y las olivas como ese verano que me iba sin pagar o endosaba el pago a un medio desconocido que, más bebido aún que yo, pensaba que no invitaba a un parroquiano cualquiera, sino a su arquetipo eterno e inevitable, a un funcionario público, al borracho de servicio".
Era el memorable año de 1976 y él tenía treinta y siete. Durante buena parte de ellos, cada una de sus jornadas había concluido con un consuelo probablemente flaco: "Ya ha pasado lo peor," se decía al quitarse los calcetines o al dejárselos puestos si era el caso.
Él era consciente de que aquella fórmula la había oído en algún sitio y de que, por más que la hubiera hecho suya, se la debía a alguien y que ese alguien o su representante le acabaría pasando factura.
Pero aquel mes de julio de 1976, tan alcohólico como todos los otros, de vino barato sobre el cinc, de arenques secos y de guindillas, de vinagre y zotal, se veía obligado -por la razón antes dicha- a peculiares maniobras evasivas, a "disimulos a conciencia", que era otra expresión que también reconocía deber a algún desconocido, quizá más lírico y menos épico. Gorrón profesional, aprendió a diversificar a sus clientes y socios, a no repetirse demasiado y a no desaparecer tampoco demasiado. Mezclaba deudas con dispendios ostentosos que le reclasificasen públicamente como fiabilísimo pagador. Se hizo maestro en forzar amigos comunes con el desconocido de al lado de la barra. Fue agotando la ciudad y se fue agotando el buen tiempo.
Parece ser que al final un pariente facilitó un muy deseado alivio a una situación monetaria ya absolutamente agujereada, pero que tal cosa significase un final feliz para la historia de nuestro hombre está por ver. Sobre todo porque -y esta vez las comillas designan unas palabras que son propiedad únicamente suya: "Nunca me supo tan bien el vino, nunca disfruté tanto de las anchoas y las olivas como ese verano que me iba sin pagar o endosaba el pago a un medio desconocido que, más bebido aún que yo, pensaba que no invitaba a un parroquiano cualquiera, sino a su arquetipo eterno e inevitable, a un funcionario público, al borracho de servicio".
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