En aquella lejana land of dreams de 1980 y otras fata morganas habitaban también admirados personajes cuyo rostro no nos era conocido o nos era aún dudoso: algo que se daba, por ejemplo, si sólo conocíamos dos fotografías del sujeto no demasiado coherentes entre sí. En consecuencia, algunos de nuestros dobles conciudadanos procedían no de alguna adecuación de orden moral o ético o etológico, no digamos ya estético o meramente sensitivo (1), sino de una hipótesis azarosa que aprovechaba alguno de nuestros numerosos ocios para visitarnos, pues ya se habrá percatado el lector de que postulábamos a nuestro capricho no tanto la vida y los milagros de los habitantes de nuestro parnaso como el cupo de ficción que les correspondía a nuestros desconocidos, anónimos paisanos, paseantes correspondientes de la gloria en nuestro espejuelo ciudadano.
Hay que decir que no teníamos dobles de personajes abiertamente deleznables, repulsivos u odiosos. Complementariamente, a quienes podíamos odiar o despreciar nunca nos molestábamos en encontrarles pareja, quizá tan sólo -en ocasiones por lo general poco memorables- en el reino animal, o en sus regiones de más dudosa fortuna fabulística.
(1) Los admirados eran siempre estrictos contemporáneos: ni, como hipótesis metafísica, se nos ocurría la existencia de un doble de Rubén Darío.
Hay que decir que no teníamos dobles de personajes abiertamente deleznables, repulsivos u odiosos. Complementariamente, a quienes podíamos odiar o despreciar nunca nos molestábamos en encontrarles pareja, quizá tan sólo -en ocasiones por lo general poco memorables- en el reino animal, o en sus regiones de más dudosa fortuna fabulística.
(1) Los admirados eran siempre estrictos contemporáneos: ni, como hipótesis metafísica, se nos ocurría la existencia de un doble de Rubén Darío.
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