Al promediar la tarde de aquel día, leyó en el volumen y se dio cuenta de que llevaba una semana sin pronunciar la conjunción adversativa "pero", lo que nos plantea dos problemas: Uno, que cómo lo sabía; dos, qué relación había entre el endecasílabo de Lugones y su personal y curiosa percatación.
Sobre el segundo problema, llegó a la conclusión de que los laberintos del pensamiento son tales que otras confluencias más extrañas le había sido dado experimentar, así que no valía la pena molestarse en darle otra solución.
Infirió, por tanto, que el primero merecía con toda probabilidad más atención porque el hecho constatado era notable y notable la claridad de su memoria y de ésta su percepción. Ahora bien, se dijo, qué sentido tiene que yo me haya percatado de tal cosa -asunto que doy por resuelto- si me estoy engañando, si es el caso que sí haya pronunciado la fatal conjunción. Por otro lado, añadía también para su cacumen, qué sentido tiene dar por resuelto el segundo problema si aceptar el explanandum, si dar por explicado aquello que el problema ha de explicar (y no en otra cosa consiste este problema), significa aceptar que el primero deja de ser un problema.
Decidió, en consecuencia, dedicarse a la resolución plena y esforzada del segundo de los que ya le parecían enigmas. Ahora bien, concentrado en éste, nada le parecía mejor respuesta que la ya dicha, la que hablaba de los azares del pensamiento y la asociación de ideas (o de hechos). Con ello, volvía inmediatamente a la resolución del otro problema, el que dijimos primero, pero sólo para advertir una vez más que debía resolver previamente el segundo.
Nuestro hombre entró en un ciclo cerrado y ahí sigue. Las confluencias de su discurso se acogen ahora al emblema del círculo.
Sobre el segundo problema, llegó a la conclusión de que los laberintos del pensamiento son tales que otras confluencias más extrañas le había sido dado experimentar, así que no valía la pena molestarse en darle otra solución.
Infirió, por tanto, que el primero merecía con toda probabilidad más atención porque el hecho constatado era notable y notable la claridad de su memoria y de ésta su percepción. Ahora bien, se dijo, qué sentido tiene que yo me haya percatado de tal cosa -asunto que doy por resuelto- si me estoy engañando, si es el caso que sí haya pronunciado la fatal conjunción. Por otro lado, añadía también para su cacumen, qué sentido tiene dar por resuelto el segundo problema si aceptar el explanandum, si dar por explicado aquello que el problema ha de explicar (y no en otra cosa consiste este problema), significa aceptar que el primero deja de ser un problema.
Decidió, en consecuencia, dedicarse a la resolución plena y esforzada del segundo de los que ya le parecían enigmas. Ahora bien, concentrado en éste, nada le parecía mejor respuesta que la ya dicha, la que hablaba de los azares del pensamiento y la asociación de ideas (o de hechos). Con ello, volvía inmediatamente a la resolución del otro problema, el que dijimos primero, pero sólo para advertir una vez más que debía resolver previamente el segundo.
Nuestro hombre entró en un ciclo cerrado y ahí sigue. Las confluencias de su discurso se acogen ahora al emblema del círculo.
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