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domingo, agosto 27, 2006

Un recuerdo personal y una proyección

En los últimos años de bachillerato (y creo que rara vez antes salvo para algún teorema de geometría muy elemental, del tipo de que la suma de los ángulos internos de un triángulo plano suman pi), los profesores de matemáticas (y yo creo haberlos tenido competentes) disfrutaban especialmente en los minutos, más que minutos, dedicados a la demostración de los teoremas de cada vez mayor enjundia, se supone, que condensaban el programa de matemáticas.
Mantengo que sucedían dos cosas: una que era resultado de una serie de factores de muy distinto calado y de naturaleza más bien filosófica; y otra que no venía sino a confirmar un desequilibrio importante en los objetivos de la enseñanza o de los enseñantes, correlato además de un eclipse que éstos sufrían o ignoraban.
En primer lugar, creo que al señalarlo no minusvaloro a mis compañeros ni a mí mismo: no nos minusvaloro, tan distinto de los casos, no necesariamente producidos en contextos de reciprocidad, que estudió García Calvo: *nos amo" (1). Y es que no sabíamos a qué venía todo aquello de la demostración, de dónde su necesidad, cuál era la relación entre la verdad revelada en las aulas y aquel ejercicio trabajoso y tan teatralmente representado. Y nótese que nuestra percepción era muy distinta cuando los razonamientos se nos transmitían detenidamente con la excusa de encontrar una fórmula para hacer algo, como -pongo por caso-, mediante la manipulación de las fórmulas ya conocidas, obtener la que nos da la suma de unos cuantos de los primeros términos de una progresión aritmética. Aquí, el objetivo había sido anunciado, se nos había dicho que habríamos de llegar a un lugar deseable, no precisamente a uno en el que ya habíamos aterrizado y además en globo.
En segundo lugar, las demostraciones venían a demostrar afirmaciones, teoremas, que no se habían entendido: ni en un sentido material en cuanto a lo que se podía hacer con ellos; ni en el más formal de entender lo que cada uno de ellos decía o significaba, esto es, el profesor se afanaba en reproducir la demostración de un teorema que no habíamos entendido.
Con lo que nos encontrábamos era con un recorrido lógico y argumental ("ahora echamos mano de tal otra verdad matemática que tenía guardada por aquí y ¡ta, ta, chaán!") que casi nunca sabíamos muy bien a qué venía, por más que aquello fuera un componente esencial de oficio de quien teníamos enfrente.
Y deberé añadir, por si algún formalista a la violeta quiere hacer un chiste, que no habíamos entendido el teorema de ese día (y eso todos los días que tocaba teorema o cualquier enunciado que mereciese el tratamiento protocolario de la demostración) ni sintáctica, ni semánticamente, sea cual fuera la semántica de todo aquello, que, por cierto y pese a todo, se nos podía antojar como si el significado de las matemáticas de ese día no fuera sino algo que nos había correspondido no comprender otro día, otra semana u otro curso.
Me queda, obviamente, por identificar tantos años después (2) a aquellos compañeros que sí sabían a qué venía todo. Aunque la proporción fuera más elevada de lo que pienso, no creo que tal investigación les motive a una reunión de las que se hacen posibles y se convocan por medio de internet.
(1) El asunto es profundo. Se trata de ver qué totalidad forma el objeto "nosotros" o "nos" por la acción del verbo. Se diría que uno se ama a sí mismo de distinta manera que a los demás. En cambio, es mas normal minusvalorarse uno del mismo modo que minusvalora a todos los demás miembros del colectivo. Cuando el sujeto es plural, se diría que hay más de una acción. Así, en mi opinión:
*Nos amo Nos minusvaloro
*Me amamos *Me minusvaloramos
donde el asterisco indica que lo que va detrás no es de recibo para gentes de bien.
(2) Veinte años después: Eran todos muy jóvenes, hemos de suponer, y el gascón era el más joven de todos. La reina sería joven y el rey, Constance. Yo leí u oí hablar del título de la novela de Dumas cuando era muy pequeño, antes de los teoremas y sus demostraciones, y de eso hace ya treinta. En aquellos años podía parecerme que los veinte años transcurridos no podían sino desembocar en una vejez irreversible, digna del siglo XVII y excluida en el XX. Pero, por ser mis años los que eran, los cuatro camaradas antes aludidos quedaban muy lejos, en una mayoría de edad estratosférica. He de suponer entonces que a los espadachines de referencia, como a los futbolistas, no sólo no da igual cuándo les conoce uno, si niño, joven o adulto; sino que, habiéndolos conocido -a mosqueteros y futbolistas- como niño, serán por siempre unos adultos con una clara tendencia a la senectud. Dentro del campo en calzones o en las Tullerías con algo parecido, claro.

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