Hay ciudades que son todo interiores, o todo interior, en singular único. No se sale a la calle. Se sigue dentro. En algunos lugares tal fenómeno no incluye a la ciudad entera; tan sólo a una calle o un barrio. Hay que descubrir las ciudades donde lo primero sucede de manera comprehensiva, y sin que medie un recinto amurallado o ciudadela. Las guías no suelen aportar este dato esencial, el más esencial de todos. Ahora bien, en primera aproximación el interior es una calidad de los muros y del cielo. No una cantidad, no depende de la altura y la anchura de las calles, de su proporción milesia y neoyorquina.
No obstante, la semejanza en monumentos naturales sí que nos sitúa ante esa raza de lo sublime que es lo escarpado. Hemos de suponer que el Gran Cañón del Corolado provoca un fenómeno aun más complicado y singular que el de las ciudades cóncavas. El pozo vertical y temporal, la delgada línea, si visible, del río, la escasa franja del cielo; el Sol evasivo del invierno.
El sueño arquitectónico de Mies van der Rohe de borrar la frontera entre interior y exterior -fallido- se vendría a cumplir en ciertos túneles y en ciertas arboledas: una transición difuminada pero apolínea con todos los matices que hagan al caso. Pero de lo que hablamos es de la destrucción de uno de los términos de la oposición y el consiguiente triunfo de ésta. Una manera de fortalecer las oposiciones que se incorpora ya en nostalgia del término perdido, ya en celebración de la, valga la redundancia, atroz unanimidad.
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