Noches al raso y una conversación que se reanuda cuando de tan mortecina sólo parecía pregonar su próxima extinción. Noches en las tumbonas hasta que ya no se guarda ni compostura ni memoria de las polillas que rondaban, hasta hacía un rato, las luces polvorientas del porche. Noches de constelaciones de verano que son como un campo que recorremos sin rumbo.
Y las noches en que las conversaciones que se reanudan eran las que el cansancio o el amanecer interrumpió muchos años atrás, bajo las mismas estrellas, con la chaqueta sobre el pecho, cada uno de nosotros en su tumbona. Y las noches en que Andrómeda, que hace ya tiempo que ha salido, mira prisionera hacia nuestro campo (un valle que se ha abierto sólo unos pocos kilómetros más arriba, tras un curso a medias bravío, a medias tímido), un campo que la oscuridad y los murmullos recorren sin rumbo cierto. O las tardes de esas noches, o la tarde de hace pon que veinte años y corres el riesgo de quedarte muy corto, cuando alguien decía ahora ha refrescado.
Sabrá el lector que entonces ya alguno de los presentes comenzaba a preparar la parrilla, ministro de una ceremonia tan seria como la inauguración de una biblioteca. Cuando la noche había desenvuelto ya casi todos sus prestigios y sus misterios de prestado, habría también alguien que añadiría que aquello le recordaba a una reunión, quizá allí mismo, de hacía vaya uno a saber cuántos veranos.
Y sabrá el lector que las noches finalizan siempre inesperadamente. Ya lo dijimos. Con la defección, uno por uno mas pronto explosivamente, de los exhaustos asistentes o con la renuncia extraordinaria del amanecer: alguno de aquéllos podrá asearse, coger el coche, pasar por casa, asearse aún más y salir temprano a cumplir con los cuatros asuntos ligeros que le pueden ocupar un día de verano, tan infinito como el cielo estrellado y sus recopilaciones de grandes éxitos.
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