Y no es que su domicilio no le ofreciera mejores y más cómodas opciones, que además la asistenta mantenía notablemente limpias y ordenadas. Su desalojo del salón, del estudio, casi del dormitorio, respondía a otros imperativos, secretos pero no excepcionales.
Allí, en la vida silenciosa a la que se había acogido, en la vida que los demás podíamos juzgar silenciosa, sus conversaciones eran otra vez las de su niñez, la de los inviernos junto a la cocina económica, cuando la vida sucedía allí, en un juego eterno entre los afanes domésticos de su madre.