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lunes, julio 27, 2009

Manco (para una antología de lecturas de verano)

Debía de ser un domingo de cuando el invierno se hacía benigno, tal vez de cuando la primavera sólo era barro y yerbajos del ciclo recién pasado. Para mí, que con suerte despabilaría un metro con cuarenta, o para mí, que recordaría todo con una cierta propensión a la economía, el mundo era esa mañana una llanura jalonada de una hilera de chopos y de acequias donde acechaban sanguijuelas y ratas.
Recuerdo a la pareja de novios, recuerdo a los que quizá eran ya un matrimonio joven. A él le faltaba una mano -su antebrazo se afilaba y enrojecía: como en la broma de "éste es el que te pilló el carro"- y lleva en mi memoria camisa de manga corta. ¿Deduciré que la primavera era tal vez la primavera de junio y el barro es el de otra comida de domingo en casa del hombre cuyo rostro me acaba de volver a la memoria tan evidente y detallado como en el más falso y espléndido de los recuerdos?
A él le faltaba una mano y ella era hermosa y convencional. Era discreta, hacendosa y limpia con la belleza tímida de una joven recatada en un país en vías de desarrollo. No sé qué pensaba ella de que al paseo de la mañana del domingo acudiese también la carabina de aire comprimido, que la mano derecha y única portaba tan lista como un pelotón de reconocimiento. Cerca del río -quiero decir de la acequia- , él le comentaba algo a ella sobre hipotéticos nidos o sobre la consiguiente hazaña deportiva o escasamente proteínica. Siempre tras la detención con gesto sabio que quería denotar la intercepción de algún secreto o alguna astucia de la fauna o la flora náufraga de las huertas.
Tantos años después, adivino en ella un escepticismo paciente y resignado; aunque tal vez fuera ella la que cargase los perdigones en la carabina. ¿O acaso pudimos asistir a una precisa ceremonia en que el manco abría hasta el ángulo conveniente su arma -ésa de la que no podía prescindir, la que recogía tras la salida de misa o tras la excusa que retrasaba la misa hasta las ocho de la tarde-, que apoyaba tal vez en el codo izquierdo, puede que en la rodilla, para liberar su única mano, la del pluriempleo, que así podía extraer el perdigón de su boca (displicente ante cualquier advertencia de saturnismo) e introducirlo brillante, en una inesperada metonimia del sargento York, en su posición, capaz para el cono, para la copa y para las mil formas del plomo?
Mucho tiempo después, tal vez tentó la pesca, cerrar los alicates sobre el sedal, enhebrar moscas barrocas. Cuando la novia escéptica prefería también una invitación en el mediodía del domingo, no tan lejos de los lugares habitados, en un establecimiento donde ella pudieran pronunciar una fórmula de prestigio: "Para mí, un marianito rojo."

Tomado de Pedro Santana, Para una antología de lecturas de verano, Logroño, Ediciones Ostienses, 2009.

2 comentarios:

Javier de la Iglesia dijo...

Pero, Pedro, ¿cómo te puedes reservar estas cosas...?
Todavía no he cogido aliento.
Abrazos
Javi

Anónimo dijo...

que belleza de texto.