Tan vasto espejo
Recordó
que el primer día de trabajo había hecho exactamente lo mismo que hizo muchos
de los que lo siguieron, por ejemplo, este mismo en que ha subido por las
escaleras, con desprecio del ascensor o tal vez por evitar cualquier compañía y en que, en clara contradicción con una secuencia invariable ha dado en recordar lo
que se acaba de decir. O, con seguridad, debería decirse al revés. Pues fue
aquel primer día cuando, sin saberlo, inauguró una serie de muchas mañanas en que, al pasar
por delante de la puerta abierta del despacho del profesor Tirapu, le saludaba con
un entusiasmo más bien ingenuo, pero que nunca decayó.
Y
tras ello, hubiera respondido o no a su saludo el profesor Tirapu, sacaba del
bolsillo izquierdo de su chaqueta la llave de su puerta. La miraba por un lado y
por otro y después la utilizaba del modo en que se utilizan las llaves.
En
ocasiones, la respuesta del colega veterano (quien, pese a serlo, el lector ya habrá
colegido que era más madrugador que nuestro héroe) se retrasaba lo suficiente como para que oyera su voz* cuando ya había traspasado la puerta y, tras haber utilizado
la llave como se utilizan las llaves, se encontraba justamente en el momento de
devolverla a su bolsillo izquierdo, al bolsillo izquierdo de su chaqueta.
Este
día en que ha recordado su constancia, o quizá la constancia de sus hábitos -que,
desde luego, no es la misma cosa- un poco más tarde, él y todos sus colegas,
que ya han devuelto sus respectivas llaves a sus respectivos bolsos o bolsillos,
reciben una circular en el que se les indica que han de mudarse de despacho, de
planta y hasta de edificio. Salvo el profesor Tirapu, que falleció solo unos pocos
años atrás, aún en servicio activo.
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