Nuestra amiga Estrella se
apresura a darnos explicaciones cuando advierte nuestro disgusto, sobrepasada
ya la altura (así se dice en el movimiento horizontal por calles y
calzadas) donde se encuentra parada, cuando ha visto los gestos de saludo tornados
en los que anuncian desasosiego, enfado o anatema:
- ¡Que no soy yo!¡Que no soy yo!
Comprendemos, ella comprende que
hemos comprendido, mientras Estrella, ajena a este caso particular de la
confusión que la ha acompañado siempre (a ella y a la que no es ella) estará a
lo suyo a quizá varios kilómetros.
Estas situaciones de dificultosa
discernibilidad constituyen uno de los modos fundamentales de nuestro actuar y
pensar. Deseamos pensar en dos cosas indiscernibles, pero no podemos. En
cambio, podemos descubrir que lo que con toda familiaridad y seguridad venía
siendo una cosa son dos, o viceversa.
Y es que a lo que vamos es que
con los indiscernibles parece suceder que solo podemos decir que no son dos, no
podemos poner dos cosas mutuamente indiscernibles una al lado de otra y pensar que son la
misma. Y tampoco podemos en la operación conversa tomar dos cosas, añadir que
son idénticas y luego intentar discernirlas. Si tomamos dos cosas, ¿cómo osamos
añadir que son idénticas?
En fin, si nos da por libresquear
un poco el asunto por las estanterías y anaqueles, veremos que esta entretenida agudeza es de las que nos lleva hacia el proceloso
sargazo de la modalidad.
Vayamos, pues, a un supuesto ligeramente distinto
que no sé dónde podrá encontrar el lector ni dónde lo he encontrado yo, ni si
lo he encontrado.
Supongamos que voy a enunciar a
continuación un argumento definitivo contra la discernibilidad de los idénticos.
Sin embargo, antes de leerlo, el lector (este lector me lo estoy inventado,
y no es idéntico a mí) sospecha que lo que voy a decir aparece palabra por palabra
en el libro de otro a un tiempo cierto e incierto autor. Como quiera que, al tan solo
descubrir las primeras palabras del argumento que presento, comprueba que
coinciden con las del argumento del autor que yo (como buen plagiador) he ocultado, el lector se ve reforzado en su creencia de que es el mismo
argumento, que solo hay un argumento impreso o inscrito repetidas veces (pero
eso es otra historia).
Deja de leerme y, sin embargo,
algún tiempo más tarde (digamos que se ha tomado dos cañas) piensa en mi
argumento, esto es, en el del otro autor. Por un momento, en lugar de llamarme
Pedro me llama Pierre, pero entonces percibe un aspecto algo oscuro de la
cuestión, hasta entonces inadvertido: Y no se trata de que pueda haber individuos
que adjudiquen una, otra o ambas autorías al argumento, ni de que sea ahora
cuando descubre nuevas, si bien moderadamente dudosas potencialidades en el
argumento.
La cuestión es que piensa que
aquel autor llegó a su argumento a través de las etapas más o menos azarosas de
sus lecturas y sus apuntes, de sus arduas discusiones y sus irreducibles casualidades, pero es razonable pensar que yo no he llegado por
el mismo camino, incluso si es un mero plagio. Es más, es imposible que lo haya
hecho. Por tanto, para salvar los muebles, y sin acabar de leer mi argumento,
decide que la historia no es una propiedad de un objeto, y esta misma
conclusión la afina un poco después sobre renovadas bases. No es entonces
tampoco él su historia y acaba por temerse que él no es él, con lo que llega a lo
que le parece el milagro de su autopresencia repetida. Un milagro, se dice y, algo
buen conocedor de los pueblos navarros, piensa que en la localidad navarra de
dicho nombre festejan a San Blas en febrero y en setiembre, y que en el vecino
Funes, al brócoli.