Pero el gasto en palabras es también un gasto que paga un peaje a los géneros y convenciones establecidos (vehículos a motor, coches y motocicletas), ya sea por la redundancia o por el desajuste que eventualmente pueda producirse entre los códigos de los antiguos y los nuevos compradores.
¿Y qué sucede en los casos en que no hay precio o el corretaje es inexistente? El balance hay que establecerlo muchas veces para el conjunto y no para un individuo, al menos cuando las conductas las vemos como perfectamente determinadas. Ahora bien, asistimos también a dispendios semióticos que parecerían inasumibles. El reto entonces es explicar por qué sucede lo que sucede desde, digamos, alguna especie de la razón analítica, ya pongamos velas a Marshall o a Elster.
En ocasiones, el código utilizado es para muy pocos. Dos posibilidades se abren. O bien, si alguien acude es quien debe acudir, con lo cual todo parece funcionar perfectamente, o bien ese código no excluye que muchos interpreten que se les ofrece lo que buscan. Miran las palabras y no el secreto o neurótico rabillo de la tercera vocal según se comienza a leer. ¿Negaremos la racionalidad al que se pasea de tal manera por la plaza? Más bien habremos de contemplar la posibilidad de que no sabe lo que quiere y que su mercancía secreta es un signo de interrogación o un hueco en una fórmula que desconoce. Una estrategia como otra cualquiera.
Ya dijo un conocido fabricante de quiasmos que el hombre es el bicho que, en lugar de desear lo que necesita, necesita lo que desea. Un objeto eclipsado. Criptograma alado. Nos estamos poniendo ñoños. Même the savants.